El elefante muerto, enorme, yacía sobre su costado; su pierna derecha torcida indicaba que había sufrido un gran dolor. El ojo que quedaba a la vista estaba cubierto con tierra, un artificio de los cazadores furtivos para ocultar de los buitres el cuerpo. De ese montículo muerto emanaba un olor a macho en celo, orina, muerte reciente. Era una imagen que había visto muchas veces en el centro de África. Las lágrimas escurrían por mis mejillas mientras mi mano acariciaba su cuerpo desde la trompa hasta la cola. Levanté su enorme oreja. De sus labios manaba sangre a borbotones, formando charcos en la tierra. La base de la trompa tenía el grosor del torso de un ser humano. Grietas profundas, como cauces de río, marcaban la planta de su pata; en ella podía ver cada paso que había dado durante sus 30 años de vida.
Los ancestros de este elefante habían sido acosados por el hombre durante siglos; los ejércitos de sultanes árabes y africanos del norte incursionaban en busca de esclavos y marfil. Este ejemplar había sobrevivido a guerras civiles y sequías, pero hoy había sido asesinado por unos cuantos kilogramos de marfil, sólo para satisfacer la vanidad humana en alguna tierra distante. Él y otros elefantes habían estado pastando tranquilamente en la arbolada pradera, cortando ramas repletas de dulce savia. Entonces, se oyó el estruendo del primer disparo. Salió corriendo, pero fue demasiado tarde. Los jinetes se le adelantaron. Una y otra vez, las balas se incrustaron en su cuerpo. Contamos ocho pequeñas perforaciones en la cabeza. Los proyectiles penetraron la gruesa piel y se alojaron en los músculos, los huesos y el cerebro, antes de que el animal se derrumbara. Oímos 48 disparos antes de hallarlo.
Souleyman Mando, el jefe de nuestro destacamento montado de guardas forestales, se quedó callado. Percibí en él una sombría necesidad de venganza. Ambos experimentábamos el mismo sentimiento.
Combatir la caza furtiva en el Parque Nacional de Zakouma es peligroso. En teoría, a los guardas se les autoriza disparar si los cazadores furtivos los atacan. En la realidad, ambos bandos tiran a matar; así que sobrevive el que tira del gatillo primero. En los últimos ocho años, seis guardas y al menos seis cazadores furtivos han perdido la vida en esos enfrentamientos.
Le pregunté a Souleyman cuántos tiros había disparado. Tres, contestó. Los otros guardas –Adoum, Yacoub, Issa, Attim, Brahim, Saleh y Abdoulaye– descargaron 21. Sin embargo, los dos cazadores, a quienes Souleyman identificó como nómadas árabes, escaparon a galope con sus rifles de asalto AK-47 y M14. Además, había otro par de jinetes a quienes Adoum les disparó antes de perderlos de vista. Sin duda, otro elefante herido andaba por ahí, huyendo aterrorizado y desesperado.
Conferencia realizada Michael Fay sobre el tema (dividida en 3 partes, en ingles):
Fuente: http://ngenespanol.com/2007/03/01/guerras-por-el-marfil/
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